domingo, agosto 06, 2006
Podría estar lamentándome de no haber nunca aprendido a hacer bien una gambeta. Y no lo hago ahora porque tuve cinco años para eso. Para eso y para llenarme las manos de sabañones porque me amanecía en el frío escribiendo a cosas que hasta hoy no lee nadie. Cuadernillos en los que el ensayo-error- horror me iban moldeando, no en un sentido forjador del talento, sino hundiéndome en parte en retazos de historias rebuscadas, mientras, como todo el mundo, fui perdiendo gracias a la adolescencia toda la virtud de la niñez que con o sin jardines infantiles mediante, tenemos bien puesta en la sonrisa de dientes de leche: la inocencia, la indolencia, la ternura, la solidaridad, la pequeñez, viveza, picardía y todas esas cosas enumerables que se nos van extraviando apenas aprendemos a regatearlo todo.
Tener cuatro o cinco o seis años, es tener la puerta a poder ser de todo en tu vida, determinado por circunstancias o escenarios (o posición social, en el más rudo de los casos). Lo cierto es que a esa edad puedes convertirte en un violinista si tienes la suerte, en un astrofísico, un tenista de fuste o un buen prospecto de cocinero o empresario. Yo quise ser dibujante, músico, escritor, astronauta, relator deportivo, vendedor de café en un estadio, futbolista, pintor y todo con igual convicción.
Si a los cuatro o cinco o seis podías serlo, a los ocho o nueve ya lo querías y empezabas a optar, sin contar con que el dinero, el tiempo, la frivolidad, la madurez tardía preadolescente, las espinillas, el desgarbo, la fealdad, la burla o el mal sueño iban a ir pateando hacia un lado esas intenciones. Menos aún se podía suponer que la introspección, la tontería, el no haber perdido la virginidad cuando quisiste, el haber rechazo el primer trago o haber tosido después de inhalar el humo de un cigarro suelto podían quitarte las ganas de seguir intentando. Sólo va quedando ser buen amigo, si el resentimiento te lo permite.
Sólo va quedando hacerte el tierno con la niña que bien miras de día y que de noche te hace avergonzar de sólo imaginarte tocarla como a las sábanas en penumbra.
Sólo empezar a blandir un lápiz (devenido en un teclado). De a poco no te van quedando más que un par de buenas ideas. De a poco no te va quedando más que la pobreza de tus malas borracheras, un estómago mal cuidado por no tener hábitos de horario ni al comer ni al dormir ni al estudiar, la columna chueca, las cicatrices del acné, la gordura instaurada y la calvicie incipiente.
Y claro, también, un mal promedio de notas en la universidad.
Sólo quería ser, desde los ocho años… perdón, hacer, ejercer ese mismo oficio que más tarde supe que mi abuelo también se había encargado de materializar en algún lado. No me atrevo a nombrar ese oficio. Me gusta mucho y hoy suena muy pomposo nombrarlo; más aún la palabra que da el título universitario a quien lo ejercer.
Fue lo único que me quedó. Detesto el olimpo universitario y academicista, pero como fue lo que terminó restando, sólo queda resignarme a que lo estudié y lo estudié mal. Espero ganarme bien la chapa (no el título) del oficio.
Insisto en no poner el nombre. Llamémosle “ofiSio”. Estoy seguro de que si ese oficio hablar se estaría riendo pícaramente de ser denominado “ofiSio”.
Es lo que nos va quedando y mejor lo dejamos así.
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Tener cuatro o cinco o seis años, es tener la puerta a poder ser de todo en tu vida, determinado por circunstancias o escenarios (o posición social, en el más rudo de los casos). Lo cierto es que a esa edad puedes convertirte en un violinista si tienes la suerte, en un astrofísico, un tenista de fuste o un buen prospecto de cocinero o empresario. Yo quise ser dibujante, músico, escritor, astronauta, relator deportivo, vendedor de café en un estadio, futbolista, pintor y todo con igual convicción.
Si a los cuatro o cinco o seis podías serlo, a los ocho o nueve ya lo querías y empezabas a optar, sin contar con que el dinero, el tiempo, la frivolidad, la madurez tardía preadolescente, las espinillas, el desgarbo, la fealdad, la burla o el mal sueño iban a ir pateando hacia un lado esas intenciones. Menos aún se podía suponer que la introspección, la tontería, el no haber perdido la virginidad cuando quisiste, el haber rechazo el primer trago o haber tosido después de inhalar el humo de un cigarro suelto podían quitarte las ganas de seguir intentando. Sólo va quedando ser buen amigo, si el resentimiento te lo permite.
Sólo va quedando hacerte el tierno con la niña que bien miras de día y que de noche te hace avergonzar de sólo imaginarte tocarla como a las sábanas en penumbra.
Sólo empezar a blandir un lápiz (devenido en un teclado). De a poco no te van quedando más que un par de buenas ideas. De a poco no te va quedando más que la pobreza de tus malas borracheras, un estómago mal cuidado por no tener hábitos de horario ni al comer ni al dormir ni al estudiar, la columna chueca, las cicatrices del acné, la gordura instaurada y la calvicie incipiente.
Y claro, también, un mal promedio de notas en la universidad.
Sólo quería ser, desde los ocho años… perdón, hacer, ejercer ese mismo oficio que más tarde supe que mi abuelo también se había encargado de materializar en algún lado. No me atrevo a nombrar ese oficio. Me gusta mucho y hoy suena muy pomposo nombrarlo; más aún la palabra que da el título universitario a quien lo ejercer.
Fue lo único que me quedó. Detesto el olimpo universitario y academicista, pero como fue lo que terminó restando, sólo queda resignarme a que lo estudié y lo estudié mal. Espero ganarme bien la chapa (no el título) del oficio.
Insisto en no poner el nombre. Llamémosle “ofiSio”. Estoy seguro de que si ese oficio hablar se estaría riendo pícaramente de ser denominado “ofiSio”.
Es lo que nos va quedando y mejor lo dejamos así.
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1 Comments:
commented by Anónimo, 2:24 p. m.
Pa' más remate, hablando con este lolo, me sentí muy vieja y me dieron ganas de tener 19 de nuevo, pero no estoy segura de querer pasar por las mismas weas otra vez.